martes, 22 de noviembre de 2011

Ser Romano

Por Salvador De Maria y Campos Q.

La Roma nació vieja, añeja, con un regustillo aristocrático que desde su fundación ya empezaba a ranciar. La Roma no fue nunca un hito de modernidad ni trajo consigo avances de vanguardia tecnológica ni en materia arquitectónica ni en urbanismo. Antes que ella, otras colonias más viejas del Distrito Federal : La San Rafael –conocida como Colonia de los Arquitectos o Americana-, la Juárez, la Cuauhtémoc y La Santa María  habían ya implementado mejoras en materia urbanística y de saneamiento como drenajes, guarniciones, pavimentos e iluminación. Y en materia arquitectónica, la Roma únicamente replicaba los sistemas constructivos que desde un buen tiempo atrás se venían aplicando. En los albores del siglo XX, mientras que en el horizonte del quehacer de desarrollo urbano y construcción se perfilaban ya modernos asentamientos  –como la vecina colonia Hipódromo Sección Insurgentes-; la Roma era pues, el último reducto residencial de una sociedad que se aferraba al estilo de vida de un porfirismo que al momento de la fundación de la flamante colonia, se despeñaba por la ladera de un precipicio arrastrando tras de sí la estela de piedra y polvo que le habría de sepultar por siempre.

Empero, la Roma contó con una traza privilegiada que pocas colonias más viejas contaban : con dos grandes jardines que son el eje de la vida pública y de esparcimiento de la colonia : El Jardín Roma, -hoy Plaza Río de Janeiro- y el Jardín Ajusco, -hoy Plaza Luis Cabrera- y con sendos bulevares que, a la manera parisina, dividían a la Colonia en cuatro cuadrantes orientados de norte a sur y de oriente a poniente : La Avenida Orizaba y la Avenida Jalisco –hoy Álvaro Obregón-, respectivamente.

Un selecto grupo de arquitectos e ingenieros, mexicanos y extranjeros,  se sintió atraído por el aireado y espacioso fraccionamiento y se decidió por venir a poner su sello en la nueva Colonia. La fina firma del Ingeniero Civil Militar Gustavo Peñasco, la sobriedad del Arq. Manuel Gorozpe, la elegancia del Arquitecto Manuel Capetillo y Servín;  la atrevida marca de los franceses B. A.  Pigeon y Auguste Leroy; el clasicismo del venezolano, arquitecto y cónsul, Eudoro Urdaneta y la ondulante sensualidad del  catalán Prunes, que entre otros, dieron a la Roma el nostálgico carácter de una fotografía sepia que muy pronto, con la llegada de los aireados vientos democráticos, empezaría a difuminarse. Fueron pocos años, 30 a lo mucho, los que la Roma conservó intacto su paisaje pues no bien llegó la década de los años 40 para que las viejas mansiones comenzaran -desde entonces- a ceder su territorio a nuevas y modernas edificaciones que alteraron de forma irremediable su fisonomía y su aire palaciego y apacible en un proceso continuo que hasta la fecha, no cesa en su voraz apetito de deglución de la historia de la ciudad.



 Pero la mayor devastación ocurrió en las décadas de los años 60, 70 y 80; ante la indiferencia de los ciudadanos, la miopía de los guardianes del patrimonio y el beneplácito de las autoridades en materia de desarrollo urbano, la Colonia ROMA, último bastión arquitectónico del México porfirista, perdió más del 70% de su patrimonio arquitectónico y cultural que vendría a ser rematado, como la estocada que clava el torero en la suerte de matar, con el sismo de 1985.

Fueron pocos los vecinos, -los añejos, los de siempre-, los que se negaron a abandonar sus casas, sus calles y sus jardines; los que siguieron confiando en la nobleza y el abrigo de sus espesos muros de adobes y de tabiques rojos recocidos y en el crujir de sus viejos pisos de duela de madera. Y tras de estos llegaron otros que supieron entender ese discurso arquitectónico y estilístico y más allá de lo evidente, lograron escuchar el grito ahogado y casi inaudible de un barrio que se niega a sucumbir ante el despersonalizado proceso de lo estándar, de lo vulgar, de lo hecho en serie y de lo anodino.

A la Roma vienen llegando nuevos vecinos y nuevos arquitectos. Los primeros atraídos por su vibrante, atemporal, clásico y respetuoso discurso; los segundos atraídos por su apetitoso horizonte de desarrollo inmobiliario que se inserta en este reciente proceso regresivo de volver a habitar las zonas urbanas y céntricas de la ciudad. Al fenómeno arquitectónico actual de la Roma se lo puede clasificar en dos : El grupo de los arquitectos y desarrolladores que comprenden el entorno y que lejos de buscar el sello de marca, pretenden mimetizarse con el elocuente y opinado discurso del centenario barrio y el grupo de los megalómanos que con sus aberrantes incursiones no hacen otra cosa que ajar la piel de la colonia Roma que supura, cicatriza y que no cesa de regenerarse.


 
No son los pretensiosos, los wannabes, los que se dejan seducir por la Roma; ni es la Roma el barrio que pretende convertirse en trasnochada paráfrasis de un SoHo neoyorquino. Fiel a su origen, la Roma es auténtica; sus habitantes, sus comerciantes y sus personajes urbanos también lo son. A la Roma se la desayuna indistintamente con un crujiente croissant de La Pâtisserie de Dominique que con unos honestos chilaquiles del Comedor de Carmen e Hijas del Mercado de Medellín; se la come igual con Fetuccini con cangrejo de la Rosetta -preparado delicada y exquisitamente por la chef Helena Reygadas- que con una jugosa costilla acompañada de un bien servido plato de frijoles charros de Las Costillitas de San Luis; se la bebe lo mismo con un potente tinto de los que expende Galia Gourmet que con un amistoso Mezcal de La Nacional y se la cena y se trasnocha por igual con unas tapas y alcoholes del Félix que con unos tamales y chocolate de los Bisquets de Álvaro Obregón.

Y es que a la Roma no se le visita para ver o dejarse ver. A la Roma se le pasea para respirar su aire neo-porfiriano; para charlar abierto con los amigos; para degustar honestas propuestas gastronómicas –sea cual sea el presupuesto-. La Roma es la mejor muestra del variopinto tejido social que es el Distrito Federal decantado en todas las confluencias que puede tener la compleja urdimbre urbana : generacionales, religiosas, académicas, de género y de clase. La Roma es pluralmente exclusiva y democráticamente única. Los Romanos son todos diferentes, todos individuales, todos auténticos y sin embargo todos son también abarcados, comprendidos, contenidos en el gran abrazo que significa el término “Ser Romano”.

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